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1/3/19

Dossier Sociología de la Inseguridad

¿Qué es la inseguridad?

El diccionario de la Real Academia Española (RAE) define a la inseguridad como la falta de seguridad. Este concepto, que deriva del latín securĭtas, hace referencia a aquello que está exento de peligro, daño o riesgo, o que es cierto, firme e indubitable.

Más exactamente podemos determinar que este vocablo, partiendo de su origen etimológico latino, está conformado por la unión de varias partes: el prefijo –in que es equivalente a negación, el vocablo se que puede traducirse como “separar”, curus que es sinónimo de “cuidado” y finalmente el sufijo –dad que equivale a “cualidad”.

Por lo tanto, la inseguridad implica la existencia de un peligro o de un riesgo o refleja una cierta duda sobre un asunto determinado (“Trabajar con esta máquina me da inseguridad, no se cómo funciona”).

Así como existen distintos tipos de seguridad (seguridad alimentaria, seguridad jurídica, etc.), el término inseguridad puede tener diversos usos. Uno de ellos es el aplicado a la seguridad cotidiana o ciudadana, que refiere a la posibilidad de sufrir un delito en la vía pública. 

En un grupo social, la inseguridad es a menudo producto del incremento en la tasa de delitos y crímenes, y/o del malestar, la desconfianza y violencia generados por la fragmentación de la sociedad. El delito es lisa y llanamente la violación de la ley vigente en un estado de derecho y que puede manifestarse de diversas maneras, aunque, en todas ellas se encuentra muy presente la violencia.

El robo a mano armada, el secuestro, la violación, son algunos de los delitos más habituales a los que los seres humanos nos podemos enfrentar y que claro, exacerban nuestra sensación de inseguridad, es decir, están estrechamente vinculados a la experimentación de inseguridad. Cuando en una sociedad proliferan los casos de ataques sexuales, de robos, entre otros, existirá entre los habitantes un estado de alerta constante y por supuesto mucho miedo.

Por el contrario, podría definirse a la seguridad como el estado de calma, defensa y protección en una sociedad o en un conjunto de ciudadanos que, en consecuencia, conduce a una sensación de bienestar común. A su vez, el concepto de seguridad ciudadana también puede referirse a las prácticas de protección y defensa de la ciudadanía por parte del Estado o el gobierno, en pos de transformar un escenario inseguro o violento en uno socialmente armónico.

https://definicion.de/inseguridad/
https://www.definicionabc.com/social/inseguridad.php

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Sociología del miedo

La inseguridad. La sensación de inseguridad. Las distintas inseguridades y las distintas sensaciones de inseguridad. El pasado y el presente. A qué le tienen miedo los argentinos. A qué le tienen miedo los distintos argentinos. El sociólogo Gabriel Kessler es un referente ineludible a la hora de analizar las narrativas del temor. Aquí, su visión aguda y desprejuiciada sobre un tema que llegó a la agenda política, dice, cuando el miedo entró en los sectores altos.

Por Cristian Alarcón

–¿Cómo historiar el miedo en la Argentina?
–Si uno parte de las percepciones que tiene la gente, la temporalidad de hoy es muy corta. O sea, las personas de distintas clases y grupos perciben que la inseguridad empezó hace como máximo una década. Lo interesante es que si uno mira encuestas que hay desde el comienzo de la democracia, desde el ’85 mostraban que el 50 por ciento de las personas temía ser asaltado en la calle. En el ’87 la violencia callejera ya aparece como una preocupación muy fuerte y hay una crítica a la política de Alfonsín contra los delitos. Es decir, en los primeros años de la democracia, cuando la imagen de hoy es que ésa fue una “época dorada” de la seguridad, ya aparece un temor al delito fuerte.

–¿La memoria del inseguro es corta?
–Creo que distintos temas tienen temporalidades distintas. Si uno compara con la imagen mítica de la Argentina de clase media, la temporalidad es más alta: se remite a los ’50 o ’60. El sentimiento de seguridad siempre es retrospectivo; se va reconstruyendo. Cada época tiene nostalgias de la situación anterior. Lila Caimari cuenta que en los años ’30, cuando empiezan a aparecer los autos y las armas de asalto, la tecnología, se tenía cierta nostalgia de épocas más seguras

–¿Qué cambia en las últimas dos décadas?
–Los dos cambios fuertes son quién tiene miedo y a qué se tiene miedo. Lo central, si uno compara mediados de los ’80 y comienzos de los ’90, el cambio es que los hombres de clase media y media-alta comienzan a tener miedo. Hasta fines de los ’80, quienes más miedo tenían eran quienes vivían en los suburbios, las mujeres, los ancianos y los votantes de derecha, que en esa época era la UCeDé. No necesariamente añoraban la dictadura sino que se da un cruce de temor securitario e ideología de derecha, que es algo que veremos mucho después.

–¿Cómo fue calzando la percepción de la “inseguridad” con los discursos sobre la seguridad?
–El temor ingresa a la agenda pública a partir de que lo expresan los hombres de mayores recursos. Claro que también en la medida que aumenta el número de víctimas, que es un dato ineludible. Por otro lado el discurso de los medios también cambia: deja atrás la época de los “casos”. Desde mediados de los ’80, en crímenes como los de Giubileo, Brian o Mustafá, aparece la figura de la mujer victimizada, o la niña abusada, que tienen algún tipo de relación con la dictadura. En ellos de algún modo más subrepticio aparece una reminiscencia de la dictadura. En algunos porque aparece lo que se llamaba la “mano de obra desocupada”: caso Sivak, Sánchez Reise. Y el otro porque eran crímenes que tenían que ver con poderes que se habían legitimado durante la dictadura, como la malversación de fondos o tráfico de órganos.

–¿Por qué le parecen tan importantes esos casos policiales?
–Permanecen en la memoria colectiva. Es decir, hoy todavía cuando se habla de crímenes, no siempre el temor es a los pibes chorros. En el interior, en mujeres sobre todo de sectores populares, es miedo al poder. Miedo a “que te lleven y no te traigan”. Las mujeres desaparecidas de las redes de prostitución son un tema presente en la construcción del miedo. Pero en las ciudades donde hay poderes que se ven como más impunes, como difícilmente manejables, el temor es más fuerte. Esto complejiza la mirada más simple de la inseguridad ligada a la cuestión social.

–Usted analiza las narrativas del temor. ¿Existe una clasificación de esos relatos del miedo?
–Entre los más autoritarios hay, como explicaba, una que sería claramente un capítulo más de una lucha entre subversión y Nación. Pero otro muy temerario es el de la heterofobia: todo lo que es distinto a mí es peligroso. Ese discurso se encuentra en los sectores bajos y en sectores altos. En los sectores bajos, en la construcción de la alteridad con el vecino. Es peligroso porque tiene una moral distinta, porque es extranjero. Los llamo “los encerrados”, porque todo lo que es distinto al círculo íntimo es potencialmente peligroso. Algo similar se ve en los sectores altos, en el country, y en la Capital: desconfianza a la empleada doméstica porque no necesariamente me va a robar pero podría estar de acuerdo con alguien; desconfianza a los piqueteros, a los cartoneros. “Ahora hay gente que antes no existía”, dice una de mis entrevistadas. La degradación social genera nuevos sujetos que generan desconfianza: nuevos personajes en el espacio público que no estaban antes y que pueden bascular entre la legalidad y la ilegalidad, más a lo mejor por necesidad que por carácter. No se les adjudica a todos portación de armas, ni necesariamente un peligro. Para el temeroso no son quizás esencialmente riesgosos, pero hay un riesgo porque son la emergencia de un sujeto.

–¿Qué siente la mayoría?
–La mayoría de las narrativas están en un discurso securitario intermedio. Creo que algo central es que a veces las encuestas contribuyen a ver el temor como en una foto, como si el estado constante de una sociedad fuera el pánico. Que parte mayoritaria de la población diga que su primer problema es la inseguridad, o asegure sentirse insegura, no quiere decir que tengamos una población que viva en estado de pánico. A veces esa expresión tiene una intencionalidad política. Uno usa la encuesta para decir acá hay algo que no me gusta y quiero que esté en la agenda pública. El temor, como todo sentimiento, es oscilante, cambiante, tiene intensidades diversas, aparece, desaparece.

–¿Cómo se mide la inseguridad?
–Oficialmente sólo se mide en lo que se llaman las encuestas de victimización, que tienen una continuidad bastante irregular. Desde el 2003 en adelante se hizo una pero aún no están los datos. La pregunta estandarizada mundialmente es: “¿Cuán seguro o inseguro se siente usted en la calle?”. Lo que se le critica es que es muy inespecífica. Cuanto menos específica la pregunta, más riesgosa. La tendencia mundial es preguntar cada vez más puntualmente a qué se teme, porque la gente no teme al delito en sí; teme a la violación, o lo que pase a su hijo, o que le roben las cosas. Cuanto más alto es el error más imagen de sociedades aterrorizadas se construye.

–La radio habla de las “preocupaciones de la gente”.
–Es que también se mide lo que se llama “la preocupación”. Cuáles son los temas que le preocupan más. En general, temor y desempleo están siempre cabeza a cabeza primeros en la agenda pública. Luego se intenta medir “percepción de riesgo” y temor. Al trabajar en esas tres dimensiones se ve que muchos grupos son más fuertes en una de las tres. Por ejemplo, los varones de la clase media tienen mayor preocupación securitaria y menor percepción de riesgo. Los jóvenes también. Las personas con baja tasa de exposición, o sea que están poco en la calle, pueden tener mucha preocupación securitaria, mucho temor, y bajas probabilidades. Es necesario complejizar, porque si no las encuestas dan imágenes, en todo el mundo, muy altas. Evitar que esa imagen difusa se contamine de otras inseguridades que no tienen que ver con delito.

–¿A qué se le tiene más miedo?
–Hay temores compartidos y otros que están cruzados por clase, por sexo, y por edad. Sin lugar a dudas, lo que está detrás de todo es el temor al ataque físico. Y lo que aparece muy fuerte es el temor al ataque sexual. Hicimos trabajos en distintas ciudades para ver cómo la escala poblacional influía en el tipo de temor. Lo interesante es que a cada escala poblacional hay una cultura local de seguridad. Para decirlo de una manera general, en el Gran Buenos Aires hay temor sobre todo a que te maten, en Capital Federal al robo violento. En Córdoba a que entren a tu casa y a que no se traslade la “inseguridad” del Gran Buenos Aires a Córdoba. En ciudades pequeñas, el robo de la casa mientras no están en ella. Y en pueblos o ciudades muy pequeñas, el robo de las gallinas. Es decir cada escala poblacional tiene un techo en sus temores.

–¿Cada escala tiene conciencia del miedo de los otros?
–El miedo es, como todo sentimiento, esencialmente comparativo. Se compara con lo que había antes y con lo que debiera ser. Es decir, parte del temor en Buenos Aires es por la asociación de que antes esto era más seguro. Además existe un efecto comparativo espacial. En las ciudades pequeñas hay una clara sensación de que acá no es tan terrible como en otros lados. En un pueblo pequeño habían ido a la cabecera del partido, al foro de seguridad. Volvieron diciendo “esto es el paraíso, nosotros nos ponemos mal por el robo de una gallina y a ellos les secuestran y matan a los hijos”.

–¿Cómo se percibe a Buenos Aires?
–Se percibe un área metropolitana sumamente violenta sobre todo por los canales de televisión. Y el temor de que ese delito vaya yéndose hacia el interior, porque los corre la policía, porque “acá la gente está menos avispada”, porque “allá cada vez va a haber menos oportunidades”. La hipótesis del “contagio” es muy fuerte. A mí me parece que eso como hipótesis tiene un riesgo muy fuerte de heterofobia, de un temor a todo lo desconocido. Parte del reaseguro de las ciudades más chicas es que “acá nos conocemos todos”.

–¿Qué factores propios del territorio influyen en la construcción del miedo?
–Es interesante cómo se generan los temores locales en distintos barrios, en distintas ciudades. A lo que se le teme en determinado momento está influido por un hecho local. En el GBA siempre hay un homicidio, una violación, algo que es contado, analizado, dicho. Es territorial en el sentido de que la víctima es del territorio. Luego aparecen las hipótesis: que si vino de afuera o vino de otro lado; en qué andaba, si fue una ajuste de cuentas, si fue una víctima inocente. Ese hecho tiene una impronta local fuerte que se articula con la agenda nacional. Hice trabajo de campo en el momento de los secuestros, y aun entre gente muy pobre el temor al secuestro estaba ahí flotando. La agenda de seguridad se construye de acuerdo con algunos hechos locales y a aquello que los medios pongan como el delito en la ola de inseguridad. Si no, el mayor temor debería ser la muerte en accidentes de tránsito, que comienza a estar en la agenda, pero durante años fue considerada una catástrofe natural.

–¿La agenda de la seguridad está cambiando?
–Comienza a haber en ciertos sectores de la sociedad una conciencia de que vivimos con una agenda de seguridad muy estrecha, muy centrada en el microdelito urbano y con un claro corte de clase –joven, varón, morocho, de sectores marginalizados–. En muchos sectores aparece la inseguridad frente al transporte, los patovicas, la policía, el medio ambiente. Hay otros registros de la “inseguridad” a partir de la tragedia de Cromañón, la corrupción policial y la inseguridad vial. Falta entrar algunos temas fundamentales como delito de cuello blanco, fraude, corrupción, pero por lo menos se va corriendo la agenda del microdelito urbano y la cuestión social. Y si uno tiene una mirada hacia el interior, allí el temor al poder también forma parte de la agenda de seguridad.

–¿Cómo son las regulaciones que se plantean en los sectores populares?
–Percibo nuevas formas de regulación local frente a lo que se había visto en algún momento como la emergencia del delito interno: que el vecino te robe. Eso generaba sentimientos encontrados. Es el hijo del vecino. Es alguien que conocés desde chico, que podría ser tu hijo. Cómo hacer la regulación cara a cara era algo muy fuerte. Si lo tengo que volver a ver, qué hago. Y luego, cómo hacer estrategias de seducción y de evitamiento con aquel que fue tu victimario el día anterior. Se generaban una serie de movimientos locales, pequeñas estrategias. En algunos casos los barrios encontraron formas de regulación local del temor interno. Desde formas más concertadas de acuerdos con los chicos, hasta formas más represivas con la ayuda de la policía o con justicieros locales, e ilegales, pero me da la impresión de que la idea es que ya no es un problema nuevo. En muchos casos la gente dice que está mejor que hace cinco años, o porque los echaron, o porque acordaron, o porque los metieron presos o porque murieron. Hubo distintas estrategias, regulaciones del espacio y el tiempo: por la derecha es seguro, salir por la izquierda no tanto; entrar a las ocho es seguro, pasada las ocho y media ya es inseguro. Hay una regulación mayor que da la supuesta sensación de seguridad que no es tal. Lo significativo es la ausencia del Estado en su versión democrática.

–Los sectores populares logran tener menos miedo.
–Una de las cosas novedosas es que aun en los sectores bajos hay una desidentificación del delincuente, algo que ha analizado Rossana Reguillo. Trabajando con comerciantes en barrios populares aparece la idea de que cualquiera puede robarte. Ya no es solamente la imagen estereotipada de que el chico de gorrita va a robar.

–¿Eso es bueno o malo?
–Contribuye por un lado a aumentar la inquietud frente a lo desconocido pero al mismo tiempo uno puede pensar que lo positivo es que reduce el estigma con algunas figuras. Se empieza a ver algo que los medios ayudan a construir de manera errónea, que es que la estética del pibe chorro es una estética de los jóvenes de sectores populares que no tiene nada que ver con el delito en sí mismo. Aumenta la inquietud pero ecualiza determinados prejuicios.

–Usted fue el primero que habló del amateurismo en el delito juvenil. ¿Esto sigue así?
–Hay una heterogeneidad del delito. Hay pibes chorros que ya no son part-time, hay algunos que van y vuelven, otros que entraron en la carrera delictiva. Hay distintos grados de relación con lo ilegal. En el mismo delito juvenil hay una heterogeneidad de figuras que es propia de una época y de un aumento del delito. De la experiencia, de distintos vínculos con el poder y con la policía, con el mercado de trabajo. Todavía no tenemos del todo claro en la Argentina las distintas formas heterogéneas que tiene el delito.

–¿Qué pasa con “jerarquías” delictivas?
–Lo más importante para tener en cuenta en las políticas es poder sacarse de encima la idea del delito juvenil como indicador del delito en total. Hay investigaciones muy rigurosas que se hicieron sobre los jóvenes que muestran que cometer un delito en la juventud de ningún modo implica cometerlo en la adultez. Por eso la idea de la “carrera” de delincuente está totalmente cuestionada. Y eso ya obliga a cambiar las políticas. Eso obliga a trabajar fuerte antes de la judicialización. Porque si cometer un delito no obliga a ser delincuente toda la vida, entrar a los vericuetos de los circuitos de internación consolida: hace la profecía autorrealizada.

–¿Cómo ve la comunidad al que delinque?
–Hay una cosa a favor que es la baja estigmatización que tiene el delito en las comunidades, que yo llamo lógica de provisiones. La posibilidad de alternar actividades legales e ilegales, la lógica de provisión, es aceptada, no segregada. Es aceptada aunque no deseada, por grupos de pares. Eso tiene algo positivo y es que permite más fácilmente estrategias comunitarias de integración

–¿Se diferencia entre quienes manejan la violencia y quienes no?
–Aparecen distintas figuras. Una de ellas son los “pibes grandes”. Son aquellos que uno podría decir que están quizás entre acciones legales e ilegales, en la treintena, y la ventaja que se ve en ellos es que ya saben dosificar la violencia. No son los históricos.

–¿Por sobre ellos quiénes están?
–La gente grande, o gente respetable. Gente del delito profesionalizado. Por encima los dinosaurios. Y por debajo los pibes chicos y los atrevidos. Estos últimos están muy cercanos, son los que pueden hacer cualquier cosa, no saben dosificar la violencia, muy parecidos a los “cachivaches” y los “mamarrachos”. Pero hay una zona intermedia de gente que aprendió, que sobrevivió y que aprendió a dosificar la violencia.

–Cuya virtud sería saber regular la violencia...
–Mantener el barrio en paz, tener algún control sobre los de abajo. Y tener algún tipo de injerencia en la vida comunitaria local.

–¿Qué pasa en esos lugares con quienes no han aprendido estas regulaciones?
–Me parece que una de las cuestiones interesantes es el peligro de estar aislado. En algunos lugares complicados estás protegido cuando tenés una cantidad más o menos respetable de vínculos que hacen que seas conocido, puedas negociar, recuperar lo robado, no vuelvas a ser victimizado. Que tengas algún tipo de “respeto” o “conocimiento”. En algunos lugares, quienes no tienen respeto o conocimiento como estrategia encierran a los hijos. Conocí chicos que ya habían llegado a la adolescencia o la primera adultez que tienen contados los días que habían salido a la calle. En ellos, más allá de los traumas que implica no salir, producía una nueva vulnerabilización. No ser visto como parte de las tramas locales, ser visto como un extraño en el mismo lugar donde se vive, o como alguien que desprecia los sectores locales, vulnerabiliza más.

https://www.pagina12.com.ar/diario/dialogos/21-84939-2007-05-14.html

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El camino equivocado

Según los registros del Centro de Admisión y Derivación de Adolescentes en Conflicto con la Ley Penal porteño, la mayoría de los ingresos es por delitos contra la propiedad sin armas. De ese total, casi la mitad son robos que no llegan a producirse. En 2016 ingresaron seis adolescentes por homicidio doloso. Solo uno tiene menos de 16: el acusado del crimen de Brian Aguinaco.

Por Mariana Carbajal

Si el Gobierno busca resolver el problema de la inseguridad con la baja de la edad de imputabilidad de las personas menores de edad, equivoca el camino. Las estadísticas oficiales muestran que los delitos graves en los que están involucrados son pocos, de acuerdo con los registros del Centro de Admisión y Derivación de Adolescentes en Conflicto con la Ley Penal de la Ciudad de Buenos Aires (CAD). La mayoría de los ingresos (53,5 por ciento) es por delitos contra la propiedad sin armas y de ese total, casi la mitad (44,6 por ciento) es robo en grado de tentativa, es decir, no llega a producirse. “Sin quitarle importancia al tema de los chicos en conflicto con la ley penal, no se puede ignorar que la mayoría de los ingresos son por delitos menores. La relación entre delitos cometidos por personas menores de edad con los adultos es absolutamente asimétrica. La baja de la edad de imputabilidad más allá de que jurídicamente es inconstitucional y va en contra del principio de no regresividad de los derechos humanos, es absolutamente irrelevante a los fines que supuestamente persiguen. Por otro lado, está probado en el mundo que ni el endurecimiento de las penas ni la penalización a edades cada vez más tempranas haya tenido ese resultado”, advirtió a PáginaI12 la abogada Marisa Graham, profesora de Derecho de la UBA y ex subsecretaria de Derechos para la Niñez, Adolescencia y Familia, durante el kirchnerismo.

Imputabilidad. El Centro de Admisión y Derivación se creó durante la gestión anterior para evitar que los chicos fueran a comisarías, donde convivían con adultos. En 2016 ingresaron al CAD, seis adolescentes por homicidio doloso, Los delitos por los cuales los pibes son aprehendidos por las fuerzas de seguridad son prima facie la carátula que le llega al CAD. De ellos, dos tienen 16 años, tres 17, y uno, 15 años, que es chico detenido en Chile por el crimen de Brian Aguinaco, en el barrio de Flores. De los seis, solo uno no es imputable, por su edad.

Penalización. Las estadísticas del CAD de 2015 muestran que solo el 6,1 por ciento de los egresos corresponde a delitos contra la propiedad con armas. Pero las armas no siempre son de fuego. De ese total, que involucra a 185 delitos, casi 6 de cada 10 fueron punibles. Casi el 93 por ciento correspondió a varones. Si se miran los cuatro delitos más frecuentes, robo a mano armada (112 hechos), tentativa de robo a mano armada (57), robo a mano armada de vehículo (6) y robo a mano armada poblado en banda (3), fueron penalizados el 64 por ciento de los delitos. El resto, se resolvió con el egreso para volver con su familia.

Mitos. Los datos, que nunca se habían difundido hasta ahora, son parte de un informe elaborado por la gestión anterior para desterrar mitos y falsas creencias sobre la delincuencia juvenil, explicó Graham. Si se toma la totalidad de los delitos registrados en el CAD en 2015, que ascendieron a 3033 hechos y tienen que ver con 2539 causas penales, se observa que el 53,5 por ciento, corresponde a delitos contra la propiedad sin armas (1623). Le siguen los delitos contra el Estado y el orden público, con el 17,9 por ciento de los hechos (de los cuales casi la mitad de las aprehensiones –46,8 por ciento– se consignaron como atentado y resistencia a la autoridad; y 40,9 por ciento, por infracción a la ley de Estupefacientes, es decir, mayormente casos de adolescentes fumando un porro; y en tercer lugar, por tenencia de armas, en 7,6 por ciento de los hechos). A continuación, se ubican los delitos contra las personas sin armas (13,5 por ciento); otros delitos (7,8 por ciento); delitos contra la propiedad con armas (6,1 por ciento); delitos graves contra las personas (0,9 por ciento) y delitos contra la integridad sexual (0,2 por ciento). Sumando los primeros cuatro tipos de delitos, se llega al 95,7 por ciento de los ingresos en 2015 al CAD. Ninguno de ellos son delitos graves.
Graves. Los delitos graves contra las personas fueron: 8 presuntos homicidios, 4 secuestros extorsivos y 10 privaciones de libertad. Hay que tener en cuenta que la estadística se refiere a delitos y no a cantidad de chicos en conflicto con la ley penal. En general, un adolescente puede ingresar con más de un delito que se le adjudica. Luego la justicia determinará si es o no culpable. Los delitos más graves, contra la integridad sexual, en todo 2015, fueron 7, el 0,2 de los delitos ingresados en los registros del CAD.

No punibles. En relación a menores de edad en conflicto con la ley penal no punibles, a lo largo de 2015, hubo una averiguación de homicidio, 6 privaciones ilegítimas de la libertad y 1 secuestro extorsivo.

Eslabón. “Es evidente que para los medios de comunicación hegemónicos y en general para la opinión pública muy manijeada por esos medios, le resulta mucho más perturbador escuchar que un pibe o una chica cometieron un delito a que lo haya cometido un adulto. Eso también tiene que ver con una sociedad patriarcal y autoritaria. Definitivamente el tema de los niveles de seguridad, que no es un tema menor para nuestra sociedad, no está determinado por la supuesta delincuencia juvenil. Los números lo demuestran con contundencia. Pero sucede que la cadena siempre se corta por el eslabón más débil”, observó Graham.

https://www.pagina12.com.ar/12687-el-camino-equivocado

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Delito y felicidad

Por Esteban Rodríguez Alzueta*

En una canción de Intoxicados, Pity Álvarez nos cuenta una escena recurrente y la rodea con estas palabras previsibles y enigmáticas a la vez, que escandalizan y maravillan: “Hola señor kioskero, vengo en busca de su dinero, ponga las manos arriba y présteme mucha atención: mi familia no tiene trabajo y yo trabajar no quiero, por eso ponga el dinero en esta bolsa por favor.”

Suele escucharse que la desigualdad es uno de los factores que deberíamos tener presente a la hora de comprender los delitos callejeros y predatorios en la gran ciudad. Una hipótesis que, en los últimos años, fue matizada por algunos investigadores. Para estos investigadores, no serían tanto las grandes desigualdades sociales lo que deberíamos mirar sino las pequeñas desigualdades sociales. En otras palabras, el problema no es la rabia sino, sobre todo la envidia.

La rabia y las grandes desigualdades sociales

La incorporación de la desigualdad social fue una tesis importante para complejizar la mirada economicista que se tenía en los ’90 a la hora de comprender los delitos callejeros que se cargaban a la cuenta de pobreza o las carencias económicas en general. De hecho, en aquel tiempo, había tres variables que iban juntas: el encarcelamiento, el delito callejero y la desocupación. ¿Por qué hay cada vez más gente encerrada? Porque se cometen más delitos. ¿Por qué aumentan los delitos comunes? Porque aumentó la desocupación. Es decir, las interpretaciones economicistas, en principio, servían para explicar lo que estaba sucediendo en determinados sectores sociales. Digo “en principio”, y entre comillas, porque se trataba de una interpretación que no ayudaba a comprender lo que estaba pasando en esa misma década, en provincias como Chaco, Formosa, o Salta, donde no solo la población carcelaria no había aumentado exponencialmente, sino que tampoco el delito guardaba proporción con la desocupación que era, dicho sea de paso, muy mayor y la marginalidad resultaba ser más extrema. De modo que no podía cargarse el delito a la cuenta de las necesidades insatisfechas, porque de ser así, en aquellas provincias deberían haberse cometido más delitos.

Por eso, aparecieron algunos criminólogos como Mariano Ciafardini que, haciéndose eco de la nueva criminología anglosajona, empezaron a decir que el problema no era tanto la pobreza sino la desigualdad social, esto es, los contrastes sociales abruptos que existen en determinados conglomerados urbanos. Es decir: lo que hay que mirar no son las condiciones objetivas sino las condiciones subjetivas, el problema no es la pobreza sino sobre todo cómo se vive esa pobreza. Son interpretaciones tributarias de las lecturas de Gramsci, Althusser y E.P: Thompson, que no estaban negando la pobreza sino complejizando la mirada sobre el delito, sugiriendo que había que leer la pobreza al lado de la desigualdad social.   

Para ponerlo con un ejemplo: si en frente de mi villa hay un countrie, si yo vivo en un chaperío de dos por dos y en frente de mi casa hay una mansión, si yo me muevo a pata o en bicicleta y el vecino se desplaza en un BMW, es muy probable que mi pobreza la experimente como algo injusto, con indignación. Por el contrario, en Chaco, al lado de mi rancho hay otro rancho, y al lado otro y así. Es decir, el problema es la brecha social, la desigualdad en determinados ámbitos urbanos aceleradamente segregados y deteriorados.

Una desigualdad que será tramitada con rabia. Recordemos lo que decía Hannah Arendt: rabia es el sentimiento que tenemos cuando las cosas podrían ser de otra manera y sin embargo no lo son. La rabia es la manera de expresar la indignación que sienten esos sectores, una indignación, dicho sea de paso, que puede asumir dos grandes formas diferentes: la protesta social o el delito callejero. 

Ahora bien, esto que sirve para explicar lo que sucedió en los ‘90 y la primera década del este siglo, en torno a la crisis del 2001, ya no sirve para entender lo que está pasando ahora desde, por lo menos, hace una década.

La envidia y las pequeñas desigualdades sociales

Hace unos años, Fracois Dubet publico La época de las pasiones tristes, un libro que tiene un subtítulo que sugiere otra pista para entender la expansión de los delitos callejeros y predatorios: De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor. ¿Qué nos dice Dubet? Que se ha transformado el régimen de las desigualdades; que las desigualdades se han multiplicado, diversificado y se individualizan, y que todo ello transforma profundamente las vivencias que tenemos de las desigualdades. En otras palabras: lo que hay que mirar no son las grandes desigualdades sociales sino las pequeñas desigualdades, el problema no son las desigualdades de patrimonio sino las llamadas desigualdades de ingreso.

Me explico: Uno no se compara con el que está lejos sino con el que está cerca, uno no se compara con el que vive en frente sino con el compañero de banco de la escuela, con el que vive al lado de nuestra casa, con los amigos que se juntan todos los días en la misma esquina. Ya no se miran las desigualdades sociales desde el punto de vista de la clase (una clase encuadrada en un sindicato o partido), sino desde el punto de vista de los individuos, ya no se mira la vida con conciencia de clase (intereses comunes) sino con las frustraciones personales (intereses individuales).   

Ya hace unos años, el sociólogo argentino, Gabriel Kessler, en un artículo muy interesante que se llama “Ilegalismos en tres tiempos”, publicado en 2014, donde revisa algunas de las tesis formuladas en su libro de 2004, Sociología del delito amateur, nos advertía que debíamos empezar a mirar el consumo, el auge del consumismo, las contradicciones que generaba el “consumo para todos”: porque el consumo no genera conciencia social sino más ganas de seguir consumiendo. El consumo puso a los jóvenes cercanos entre sí a compararse constantemente, y eso puede generar envidia, resentimiento, y puede empujar a los jóvenes hacia experiencias violentas. Por eso se preguntaba Kessler: ¿Cuánto del delito amateur hoy día está vinculado a la envidia? Es decir, la envidia o el placer vinculado al consumo, la renovación de la promesa del consumo, está reconfigurando la privación relativa.

Trabajo o consumo

El mercado ha reemplazado el lugar que tuvo el Estado alguna vez, la vida se fue mercantilizando. Con el desmantelamiento del Estado Social ese lugar lo fue ocupando paulatinamente el mercado y un aparato publicitario capaz de encantar a cualquier mercancía. Como escribieron Ignacio Lewkowicz (Pensar sin estado), Silvia Duschatzky y Cristina Corea (Chicos en banda): Hoy día el mercado constituye la meta-institución dadora de sentido y forjadora de lazo social. El mercado es un fenómeno social y moral a la vez. Las mercancías son capaces de crear comunidad (lazos sociales), pero también aportar identidad (pertenencia social). En el centro de la comunidad ya no se encuentra la escuela, la industria y sus sindicatos, es decir, ya no está la cultura del trabajo. El trabajo –agrega Richard Sennett– se ha ido corroyendo, no es la experiencia que nos permite proyectarnos, que abre un horizonte de vivencias mejores.

Hay muchos jóvenes que nunca vieron a sus padres y abuelos o a los padres y abuelos de sus amigos, trabajar, es decir, con un empleo estable que les permita proyectarse. La desocupación y el trabajo precario son experiencias crónicas. Más aún, para muchos jóvenes el trabajo es una experiencia llena de frustración y broncas. Crecieron viendo a sus padres que no dan pie con bola, que se la pasan changueando y van para atrás, los ven cada vez más agobiados y cansados, que el trabajo es fuente constante de peleas interminables al interior de la familia.

Hablamos, además, de jóvenes que pendulan entre la desocupación, la ayuda social y el trabajo precario, es decir, entre el ocio forzado y la sobreocupación. Jóvenes que encuentran en la experiencia del consumo la oportunidad que ya no encuentran en el mundo del trabajo, de agregarle una cuota de felicidad y distracción a sus vidas estalladas. Y eso no significa que no busquen trabajo, pero el trabajo ya no es algo que los identifica, no es una experiencia alrededor del cual organizar un proyecto vital.

Como dijo Paul Willis, lo que estructura y encuadra la vida de estos jóvenes no es el trabajo sino el consumo. Jóvenes que no se sienten “trabajadores” pero se sienten consumidores. Dice Willis: “Aunque ahora son desocupados y pobres, no se ven a ellos mismos como trabajadores votando por un partido de trabajadores, sino como consumidores votando a los conservadores.”

No hay que perder de vista que en el centro de esta sociedad neoliberal están las mercancías con su capacidad de transformar la vida en otra cosa, de dotarla de energía moral y aportar dosis efímeras de felicidad, pero felicidad al fin. Las mercancías son cosas deseadas, fantaseadas, son objetos morales. Las mercancías son una suerte de “cajita feliz”, llena de promesas, cosas divinas, que pueden alegrarnos el día y hacernos olvidar montones de cosas, al menos mientras dure el derroche.

Entonces su identidad se sitúa en el centro de la cultura del consumo, un consumo que se organiza alrededor de otras dos ideas complementarias: el rechazo al trabajo (el desencantamiento del mundo del trabajo) y la fetichización del ocio y el gasto inútil (encantamiento del mundo del ocio).

Lo voy a decir con otro ejemplo: Si estos jóvenes viven a la escuela como una experiencia violenta será porque le habla de un mundo que no es el que les toca, que no tiene ganas de entenderlos. Cuando mí maestra me desaprobaba, me decía “esforzate que vas a llegar”. Era una lección que podía chequear en mi casa, yo veía a mi padre y mi madre esforzarse, y veía que esos esfuerzos eran recompensados, que con el tiempo empezábamos a irnos de vacaciones a Mar del Plata, que nos empilchábamos mejor. Pero hoy estos jóvenes ven que sus padres van para para atrás. Entonces, cuando un maestro les dice a estos jóvenes “esforzate que vas a llegar” es una lección que no pueden corroborar en su trayectoria familiar, y se sienten ofendidos, ven que la escuela los está dejando solos, porque les está hablando de un mundo que para ellos no existe. Para decirlo otra vez con Willis: “el Estado se está convirtiendo en enemigo, no en amigo, porque no está respondiendo a las cuestiones que todos los jóvenes viven o experimentan.”  

Pero cuidado, el rechazo al trabajo no es patrimonio de estos jóvenes: también las elites y las clases medias rechazan cada vez más el mundo vinculado al trabajo para valorizar cada vez más la cultura del ocio, la aventura o la diversión. Vaya por caso el auge de la industria del turismo y el espectáculo (viajes por el mundo, mundo Netflix; las escapadas durante el fin de semana largo, recitales y festivales o mundo Lollapalooza). Solo que, en aquellos jóvenes, el rechazo al trabajo se tramita de otra manera, con otras prácticas, otros rituales.

Quiero decir: Estos grupos juveniles son “subculturales” no por tener otros valores sino por tener diferentes rituales, por tramitar los valores con prácticas enmarcadas en otros rituales. No está de más tampoco recordarnos que el consumo nunca es pasivo, que los jóvenes no son un maniquí que se viste con la moda de turno. El consumo es un campo de batalla por definir la cultura. Las subculturas juveniles son la expresión de esas disputas siempre abiertas, que siempre se pueden dar. Tener una relación con las cosas significa soñar con ellas, cambiar las relaciones sociales. Las relaciones sociales nunca están desnudas, siempre están mediadas por cosas encantadas, de modo que vestir de determinada manera, usar una visera o determinadas zapatillas, modifica las relaciones.

Ya sabemos que la mercancía no se define por su utilidad sino por lo que representa en el universo donde se mueven los pibes, por las promesas que nos hacen. La mercancía es una promesa de felicidad instantánea, puro presente, a la altura del mundo efímero donde vive el joven sin futuro. A diferencia de la política y la religión, que desplaza la felicidad para tiempos mejores, que promete la felicidad hacia el futuro, las mercancías le prometen la felicidad aquí y ahora. Sobre estos temas recomiendo los trabajos de Ariel Wilkis (Las sospechas del dinero. Moral y economía en la vida popular) y Pablo Figueiro (Lógicas sociales del consumo. El gasto improductivo en un asentamiento bonaerense)

Un trampolín a la felicidad

Ahora bien, para acceder al consumo se necesita dinero. Y ese dinero si no lo provee la familia ni la ayuda social, en algunos casos se lo pueden proporcionar los propios pibes derivando hacia el delito. Como dijo el Indio Solari: “Si Nike es la cultura, Nike es mi cultura hoy”. Es decir, si mamá y papá no me pueden comprar esas zapatillas porque la economía familiar se ha desfondado, entonces empezá a correr porque yo también quiero existir. Digo, el delito empieza a ser una opción posible dentro del campo de experiencias de estos jóvenes.

Para decirlo con las palabras de otro sociólogo argentino, Sergio Tonkonoff, en un maravilloso artículo que se llama “Tres movimientos para explicar por qué los pibes chorros viste ropa deportiva”: si los mal llamados pibes chorros cambian el botín por plata, y con la plata se compran ropa deportiva cara, eso quiere decir que los mal llamados “pibes chorros” son más pibes que chorros, es decir, que en el delito no hay política o contracultura, sino sobreidentificación con los valores culturales promovidos por el mercado con los cuales se identifican. De modo que estos jóvenes puede que estén excluidos o marginados económicamente hablando, pero se sienten culturalmente incluidos. 

Cuando el mercado presiona para que los jóvenes asocien sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo y estos jóvenes encuentran además en el consumo de objetos encantados la fuente de felicidad terrenal, entonces el delito será una vía de acceso rápido.   

Eso no me arregla a mi

Cuando el mundo de trabajo se ha desdibujado y los jóvenes ya no creen en la cultura del trabajo, cuando el trabajo es una experiencia penosa, pretender interpelar a los jóvenes con un plan trabajar, reclamarles sacrificio en el presente en función de un supuesto bienestar futuro es una consigna muy poco atractiva.

Por eso otra pregunta con la que nos vamos a medir en la próxima década es cómo competir con el consumo, cómo evitar que los jóvenes deriven hacia el delito para alcanzar la felicidad asociada al mundo del consumo. Reclamarles que lleven una vida austera es, por lo menos, una broma pesada.  

Para decirlo de manera tajante: el trabajo ya no dignifica. Para estos jóvenes el trabajo no es fuente de felicidad sino de angustias y frustraciones. Ofrecer trabajo, pretender convertir los planes sociales en un trabajo digno, cuando el trabajo no se encuentra en su radar, es una manera de seguir lejos de estos jóvenes.  

Como había dicho el Indio Solari en otra canción, “Todo un palo”, una canción ricotera escrita hace más de 30 años: “Están llamando a un gato con silbidos”, es decir, están interpelando a los jóvenes con las consignas equivocadas. Si vemos el mundo de los jóvenes con sus ojos, sus vivencias, nos daremos cuenta que “eso no me arregla a mí”, que el trabajo no les convence, no les conmueve, no atrae, no aporta cartel, no prestigia. Al contrario, le agrega nuevas dificultades toda vez que los trabajos que suelen ofrecérseles son laburos “para vagos”, para gente que “no les da la cabeza”, que los re-estigmatiza. El trabajo, entonces, es un garrón, a juzgar por las experiencias propias o familiares, el trabajo es fuente de zozobra y fracasos constantes. Por eso asegurarles que las cosas podrían ponerse más fuleras, más difíciles, “qué podría ser peor”, eso no los arreglará. El futuro llegó hace rato y es todo un palo.

http://rodriguezesteban.blogspot.com/2023/05/delito-y-felicidad.html

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Medios de comunicación y discursos de la (in)seguridad

Por Santiago Mazzuchini

El problema de la inseguridad se construye en los medios a partir de posicionamientos políticos e intereses económicos. Frente a este escenario, es imprescindible el retorno de la ética periodística para eliminar el miedo y preservar la sociedad y los valores democráticos.

A mediados de la década de los ’90, la inseguridad comienza a ser la palabra que la agenda periodística utiliza para hablar del delito en la Argentina. A diferencia del género policial propio de la prensa popular, de larga data en el periodismo, este modo de referirse al tema emerge en pleno neoliberalismo, como una de las problemáticas centrales en la agenda política de la sociedad. Actualmente suele ser ubicada por la mayoría de la ciudadanía como uno de los problemas principales o más preocupantes del país, junto con la pobreza y la desocupación. Los hechos delictivos que son calificados por la prensa como de “inseguridad”, ocupan secciones importantes en los diarios, en los noticieros televisivos y en la radio. Casos como el secuestro y asesinato de Axel Blumberg o Candela Sol Rodríguez fueron altamente mediatizados.

La importancia de ver el problema desde los medios radica en que la esfera pública (cada vez más confundida con la privada) se ancla fuertemente en lo que marca a diario la agenda periodística. Cuando dirigimos nuestra mirada hacia la pantalla televisiva apenas comienza el día, o cuando leemos el diario mientras viajamos en algún transporte público, vamos hacia el encuentro de una cartografía de la ciudad. A través de la prensa nos encontramos con un mapa urbano, con significaciones que construyen nuestra realidad cotidiana y ofrecen un pantallazo del mundo. Por supuesto, nada indica que aceptemos lo que los medios nos dicen. Sin embargo, son parte importante de la comunicación de los problemas de un país y un modo de imaginarnos como sociedad.

Resaltar que la inseguridad es un discurso que se construye en gran parte en los medios de comunicación no nos debe llevar a pensar que se trata de una falsedad frente a una realidad objetiva. Un discurso es una práctica articulatoria de elementos que bajo determinadas operaciones organiza una realidad social. Es interesante en ese sentido la lectura que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe hacen de este proceso, indicando que en la política, el discurso es una articulación de demandas que se encuentran dispersas, donde una de ellas en particular se posiciona como principal (en este caso la demanda de más seguridad) y articula a otras demandas que, aunque tengan una autonomía relativa, se ven atadas a ella (por ejemplo, más policía, funcionarios honestos, etc.). Por lo tanto, la (in)seguridad (ya que guarda estrecha relación con su contrario, el pedido de seguridad) es un discurso que organiza el problema de la criminalidad y la violencia. Los medios de comunicación, con sus retóricas y sus estrategias de interpelación a la ciudadanía, impulsados por el imperativo de la novedad para mantenerse en el mercado de la actualidad, nos presentan una determinada versión del problema, que si bien varía de acuerdo con la visión de cada medio, posee rasgos similares. Distintas instituciones y sectores de la sociedad modulan diversos modos de entender la (in)seguridad. El periodismo, los gobiernos, las fuerzas de seguridad y sectores sociales entretejen esta trama: el modo en que le damos sentido a la violencia contemporánea.

Para abordar la relación medios-inseguridad es necesario despegarse de dos posturas que suelen aparecer en conflicto:

1) Los medios reflejan una realidad (la de la inseguridad) que sería exterior a ellos.
2) La inseguridad es un invento mediático sin ningún tipo de asidero en la realidad objetiva.

El primer punto es un argumento que sirve para desligarse de las responsabilidades éticas y sociales que conlleva la práctica periodística y los intereses políticos que la misma persigue. Bajo el lema de que “los medios sólo reflejan la realidad” se esconde la intencionalidad de trasladar la responsabilidad de los medios hacia los sectores políticos tradicionales. El segundo punto es alimentado por funcionarios de gobierno que se sienten presionados por el compromiso de brindar soluciones a los problemas de violencia social. Quizá la clave esté en pensar desde los matices. Los medios representan el problema de la seguridad a partir de posiciones políticas que sostienen sus líneas editoriales y a su vez son el espacio donde otros actores debaten y utilizan esos mismos medios para hegemonizar su posición. A continuación nos abocaremos a dar cuenta de las estrategias que el periodismo utiliza para construir la noticia que trata la problemática de la inseguridad.

Elementos para analizar a la prensa

Cuando hablamos de prensa, en primer lugar debemos especificar en qué tipo de dispositivo se asienta. Las reglas del periodismo gráfico no son iguales que las del noticiero televisivo o la radio. Cada medio de comunicación tiene su especificidad, aunque siempre nos demos cuenta de que lo que miramos se trata de un género periodístico. Los diarios son el principal acceso a la agenda del día, en especial a partir de sus tapas, que como plantea Eliseo Verón, son el primer contacto con el lector. Sin embargo, no cuentan con la posibilidad de cubrir un acontecimiento en el momento en que se está desarrollando. En cambio, los noticieros aprovechan el recurso de la imagen, el sonido y el directo, lo que permite que este medio sea el factor que lidera el mercado de la novedad, de la primicia y del aquí y ahora. Por otro lado, la radio también tiene la posibilidad de seguir acontecimientos al calor de los sucesos, y se potencia a partir de voces de reconocidos locutores que acompañan al oyente mientras se realizan otras actividades.

Dependiendo del medio en que se desarrolle la práctica periodística, la construcción de las noticias de inseguridad explotará distintos recursos, aunque existen regularidades que permiten identificarla rápidamente. En los estudios semióticos de géneros y estilos, el semiólogo Oscar Steimberg propone que un discurso puede ser abordado a partir de varias dimensiones. Si bien no es el objetivo realizar una semiótica de los géneros, tomaremos en cuenta:

* La retórica, que remite al modo de organización de un texto (por ejemplo, figuras retóricas que se utilizan en las noticias, la argumentación que se propone en las editoriales).
* El tema, que se refiere a lo tratado en el discurso (el crimen, la indefensión del ciudadano, la ineficacia del Estado, son temas recurrentes en la agenda).
* La enunciación, que se refiere al vínculo que se construye en el medio entre el enunciador (el periodismo independiente, en el caso de Clarín o TN) y el enunciatario (la gente, los ciudadanos). El vínculo, vale aclarar, siempre es una imagen construida en el texto mismo y no debe confundirse con el emisor y el receptor de la teoría clásica de la comunicación.

Retórica del periodismo en el tratamiento de la inseguridad

La retórica que caracteriza a la prensa masiva está fuertemente ligada al estilo sensacionalista, que consiste en apelar a la emotividad de los destinatarios de las noticias, exaltando el dramatismo, la angustia y principalmente el miedo. La metáfora y la hipérbole (figura retórica que recurre a la exageración) son algunos de los recursos más frecuentes. Por ejemplo, la metáfora de la “ola” es habitual en la cobertura periodística. Esto sucede cuando se ponen en relación varios hechos delictivos en una zona específica, connotando la idea de que la violencia estaría expandiéndose como un virus por el cuerpo social. En una nota titulada “Preocupación por la ola de inseguridad en el conurbano”, la “ola” se transforma en noticia, ya que “según vecinos, hay una ola de delitos que ya se cobró cinco vidas en cuatro meses” (La Nación, 12/8/08). En otra nota más reciente del mismo diario se afirma “Temor en Caballito por ola de robos” (31/3/12). La confiabilidad de la información no es brindada por estadísticas o investigaciones, sino a partir del testimonio de los “vecinos que viven con temor a los delitos que, dicen, suceden a diario”. A veces, se hace evidente el modo en que se construye desde el periodismo el carácter de ola: “Le dispararon en la cabeza cuando se habría resistido a que le roben la moto. A sólo 40 cuadras del lugar, la semana pasada mataron a un joven que hacía delivery de helados” (Clarín, 17/4/12). Resulta caprichoso determinar que “40 cuadras” es una distancia suficiente para alertar que se produce allí una ola. No vamos a reproducir aquí la cantidad de notas de distintos diarios que utilizan de modo reiterado esta figura de la oleada. Se puede observar una metáfora de tipo biológica, al connotar la idea de un virus que se expande por la sociedad y una hipérbole, es decir, una tendencia a la exageración del dramatismo. Lo que se alerta en este tipo de coberturas es que el delito estaría invadiendo zonas que en el pasado eran inmunes. Esto parece sugerir que no importa que haya delito, siempre y cuando se mantenga dentro de los lugares tolerados.

En un editorial del diario Clarín titulado “La inseguridad, problema irresuelto” se nos advierte: “Un repaso de apenas 30 días enseña que no hay lugares seguros. Robos en un country con familias cautivas, los autos importados convertidos en señuelos de ataques violentos, los secuestros exprés, los asaltos al entrar los autos a las casas o las salideras bancarias, son parte de una metodología amplia, que no excluye los asaltos al voleo y los arrebatos callejeros, frecuentes en la Ciudad” (Clarín, 9/4/12).

El sensacionalismo que predomina en los medios masivos varía de acuerdo con la estrategia de cada empresa periodística. No debe confundirse el amarillismo que suele caracterizar a la prensa popular como Crónica, con otro tipo de coberturas como la de Todo Noticias o América Noticias. En general, las imágenes de los cuerpos destrozados son reemplazadas por los llantos de los familiares y sus rostros desesperados. Es recurrente la escena televisiva del familiar llorando y el micrófono del periodista esperando una declaración que casi siempre invita al reclamo por la ausencia del Estado y el pedido de leyes más estrictas para los delincuentes. El periodismo que utiliza este tipo de imágenes en lugar de las que toma Crónica, suele jactarse de su moralidad y profesionalismo al no mostrar un cuerpo muerto. Pareciera que reclamarle reflexiones sobre el delito en el país a una víctima, poco después de la pérdida de un familiar, no es inmoral ni poco profesional. Por el contrario, en ese instante, los medios se muestran “acompañando el dolor de las víctimas”.

Como destacan varios análisis sobre el sensacionalismo en las noticias sobre inseguridad, la racionalidad que argumenta la necesidad de la vuelta de un Estado gendarme que aplique las leyes se mezcla con el patetismo de hacer justicia en base al dolor de las víctimas. Pocas veces se hace presente el criterio del debate especializado o las voces de sectores criminalizados, que reclaman que las mismas fuerzas de seguridad son quienes contribuyen a la violencia y a la inseguridad de los sectores más pobres, a través del gatillo fácil.

El Estado, la ciudadanía y el crimen

El lugar que tiene el delito en la actualidad no se circunscribe a las crónicas policiales que los lectores podían encontrar en la mitad del diario. A pesar de que en la historia del periodismo argentino existen varios crímenes que han sido tapas de los periódicos más importantes, con la llegada de la “inseguridad” se fue transformando en un hábito encontrar casos “que conmocionan” al país. Esas noticias que tienen una centralidad en la prensa exhiben como leitmotiv el estado de indefensión de la ciudadanía frente a criminales que, a cualquier hora y en cualquier lugar, se encuentran preparados para asesinar, robar o secuestrar, frente a la inoperancia del Estado y sus fuerzas de seguridad. Quizá, lo que se informa cada día no es solamente que hay crímenes, sino que el Estado y la efectividad de la ley se encuentran en crisis en una sociedad donde la pobreza y la exclusión aparecen como factores determinantes del crecimiento del delito (y en esta idea coinciden tanto sectores caracterizados de derecha como progresistas).

La política aparece representada como un servicio que debe “solucionar los problemas de la gente”. Es la ciudadanía la que está indefensa y sufre conmoción e indignación, como titulara el diario La Nación ante la noticia del asesinato de Candela Sol Rodríguez.

La enunciación: nosotros y los otros

La enunciación pone en funcionamiento un contrato, una escena de diálogo que construye un lazo entre el periodismo y el ciudadano. Cada medio de comunicación imagina un modelo de consumidor distinto. A modo de ejemplo podemos apreciar que el lector típico de La Nación dista mucho del que construye Página 12. Si bien ambos desean apuntar a un público masivo, uno hará más hincapié en los factores sociales y la desigualdad para explicar la inseguridad, mientras el otro apuntará la decadencia del respeto a la ley y la impunidad de los delincuentes. A veces, basta con observar en los sitios online de los diarios cuáles son los comentarios de los lectores, para dar cuenta de la coincidencia entre lo que el diario plantea y los lectores piensan. Las voces legitimadas en la prensa masiva dan cuenta de una posición etnocéntrica: se dirigen a “los ciudadanos”, “la gente”, que acude al medio para tener la voz que no le permite el Estado. En la trama de los medios, todos somos potenciales víctimas, a cualquiera le puede suceder un robo violento. Sin embargo, para poder llegar a ser una víctima-héroe, es decir, una persona sufriente que posee todos los atributos de bondad, el periodismo impone condiciones morales y se posiciona como sancionador de lo que está bien y está mal: el Caso Candela mostró los límites del estatuto de la víctima con derecho al reclamo. La información que aseveraba que la familia tenía relación con el mundo del crimen le impidió a la madre de la niña transformarse en una figura que sea representativa de “la gente”. El padre de Axel, Juan Carlos Blumberg, fue desplazado de los medios cuando se descubrió que había falseado su condición de ingeniero. El periodismo contribuye a la formación de un “Nosotros” que, como decíamos más arriba, realiza un fuerte cuestionamiento a las instituciones públicas, exhibiendo falta de confianza. En un mundo donde la política tradicional se encuentra cuestionada, el periodismo logra revalidarse como el lugar donde todos podemos hacer nuestros reclamos. Esto quizá sea porque la ciudadanía que los medios representan no sea otra cosa que un sector social que se imagina como la nación, como la expresión acabada del bien, frente al mal endémico de los otros: “El delito de este tiempo, sea el de bandas profesionales, ladrones solitarios, como el que ayer a la mañana mantuvo de rehenes a un matrimonio de jubilados en su vivienda de Haedo (…) pandillas juveniles bajo efectos del paco, está tan extendido que afecta a todos los sectores sociales bajo distintas tipos de operatorias” (Clarín, 9/4/12). Jóvenes delincuentes, ladrones solitarios, bandas profesionales. Los otros son siempre marginados. La relación entre criminalidad y el mercado o la corrupción del poder político y las fuerzas de seguridad nunca aparece en las noticias sobre inseguridad. Tampoco se califican de este modo aquellos hechos donde las víctimas son jóvenes pobres, violentados por las fuerzas de seguridad. Un ejemplo de esto lo constituye el caso de Luciano Arruga, joven desaparecido que fue visto por última vez en un destacamento policial de Lomas del Mirador.

Reflexiones finales: la responsabilidad de la prensa

Un discurso no emerge del vacío sino que forma parte de la dinámica social, económica y política. Nuestro pasado marcado por la dictadura militar, la fragmentación social que provocó el neoliberalismo con un Estado privatizador que se fue transformando en mero administrador, son algunas de las razones que allanan el camino para que la criminalidad y la violencia adquieran el sentido actual. La inseguridad no es un invento mediático sino el modo en que nos representamos el delito, la violencia y las injusticias, en el contexto de sociedades que han perdido la seguridad social y gran parte de la población debe convivir con la precarización laboral y la exclusión. Pero los medios de comunicación son parte de la construcción de nuestro presente. La prensa es una institución fundamental en la conformación del espacio público y debe regirse por una ética periodística que privilegie el bien de la sociedad y los valores democráticos. Sin embargo, lo que habitualmente guía a la construcción de la noticia son los valores del mercado, de la competencia, del negocio de la actualidad. La estrategia que desde los inicios del periodismo industrial remite al estilo sensacionalista se debe a la captura de una matriz popular melodramática para conseguir lectores de sus productos. Por lo tanto, cabe pensar en la relación dialéctica que existe entre medios y ciudadanía. El periodismo no ha inventado el melodrama, sino que lo ha capturado y lo ha convertido en mercancía. El desafío está en darles espacio a medios de comunicación que recuperen su función social, hoy supeditada a los intereses comerciales propios de las industrias del miedo, que como plantea Alberto Binder, conforman un mercado millonario alrededor de la seguridad. Para ello es necesario denunciar la esquizofrenia del periodismo de masas, que se atribuye como dueño de la voz de los ciudadanos, pero no quiere asumir su rol político, ejerciendo una conducta corporativa y mercantil que paradójicamente amenaza a la libertad de prensa que dice defender.

http://www.vocesenelfenix.com/content/medios-de-comunicaci%C3%B3n-y-discursos-de-la-inseguridad